Narrativa



                                           La versatilidad de ser un Lalo

En su obra La formación de Platón, el filósofo Jacques Derrida analiza el mito del origen de la escritura con la intención de dar cuenta de la superioridad del habla. Para ello Derrida retoma el final del Fedro de los Diálogos de Platón. Ya que en él Platón escribe pero Sócrates es quien habla, Derrida concibe al habla como presencia y a la escritura como ausencia, negación de la presencia. Desde esta perspectiva, el habla no sólo está conformada por signos en sí –que son la unión de un significado y un significante como nos lo hizo ver Saussure en su obra Introducción a la lingüística– sino también por una sonoridad que expresa y distorsiona significados y además puede dar pautas a una trasformación de lo dado. Yes que es en la función poética –es decir en la captación del mensaje en la relación emisor y receptor– donde el autor expresa la tónica de su pensamiento. La función poética no solamente es el mensaje que queda plasmado en la poesía, sino que va más allá ya que a través de la sonoridad diaria de ciertos significados éstos se transforman y se deconstruyen. Por medio de la sonoridad, la palabra –establecida ideológicamente (Bajtin)– puede cobrar diferentes significados. El poema “Nocturno en que nada se oye” de Xavier Villaurrutia es claro ejemplo de ello:

Y mi voz que madura
Y mi voz quemadura
Y mi bosque madura
Y mi voz que quema dura

El poeta descubre en lo dado de la palabra la forma para desarticular el significado. Es en la invención sobre lo establecido donde surge el arte, donde se expresa la cotidianidad y se construye la libertad. Libertad que inventa y recrea al ser humano tal y como expresa Octavio Paz en su poema “Libertad bajo palabra”, en el que nos dice:

Allá, donde terminan las fronteras, los caminos se borran. Donde empieza el silencio. Avanzo lentamente y pueblo la noche de estrellas, de palabras, de la respiración de un agua remota que me espera donde comienza el alba […] Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.

Deconstruir la palabra es reinventar el signo –significado/significante–, llevarlo a lo inhóspito e impredecible. Deleuze y Guattari ya nos habían hablado de ello con el esquizoanálisis y la construcción de esquizo-sujetos en el texto Anti-Edipo, obra que intenta derribar todas las barreras teóricas e institucionales que se oponen a la producción desiderante, con miras a crear nuevos esquizo-sujetos que desenreden los códigos de la modernidad y se reconstituyan como máquinas nómadas  desiderantes. La sonoridad cotidiana inventa-destruye-reinventa la palabra creando así nuevos caminos que nos conducen a la libertad.

Atentamente
Ádo (S)
Dádo (Mi hermosa hermanita Amanda)
Dálo
Lala (programa de 31 minutos)
Lalete
Lalito
Lalicencia
Lalimosna
ládo
Lalo
Lalolanda (Lisa Simpson)
Lalón
Lalonganiza
Lalombriz
Lalópez
Lalola
Lalocomotora
Lalocura
Laluciernaga
Laluna
Lalujuria…
         Lalotería


Lalotería

No era que Don Gastón hablara a lo pendejo, ni mucho menos que sus relatos fueran faltos de credibilidad, pero de vez en cuando sus palabras jugaban con la verdad. Sus historias guardaban un no sé qué que despertaba el interés de aquellos infortunados que padecían problemas amorosos o económicos. Sus historias lograban que estas personas desafortunadas se olvidaran momentáneamente de sus problemas. En cierta ocasión, cuando me hallé sumergido en el bálsamo de la tristeza y el tiempo que tenía de sobra era inagotable, escuché a Don Gastón contar la historia de L, un hombre que todas las mañanas olvidaba quién era hasta que, poco a poco, con el transcurrir de las horas, iba cobrando conciencia de sí. Desesperados por esta situación, a este hombre y a su mujer se les ocurrió el experimento de atar en el pie de él un globo con las siguientes notas: nombre de batalla, edad, profesión, color favorito, el nombre de la mujer que había amado y lo había abandonado, platillo predilecto, lugares visitados a lo largo de su juventud, amantes desagradables, número de calzado, las siglas TANL, y todas aquellas cosas que venía formándose a través del juego de la vida. Terminada la laboriosa tarea de síntesis, L cayó rápidamente en un profundo sueño. Su cuerpo sintió la suavidad de las cobijas que lo protegían del exterior y la frescura de las sábanas fue absorbida por sus huesos, los cuales se movían de un lado a otro en un confort inexplicable. Durmió tan tranquilo que olvidó que su hermano llegaría a altas horas de la noche. Eran las 03:12 am. cuando su hermano apareció en la recamara, y al mirar el globo que L tenía atado en el pie derecho se le ocurrió jugarle una broma: tomó un globo similar, copió las mismas notas y antes de irse a dormir lo ató a su pie derecho con la intención de generar en su hermano un desenfreno histérico. Horas después, L observó en su pie derecho un globo con pequeños papelitos pegados, echó un vistazo a su alrededor y se topó con un hombre con un globo igual al suyo y con los mismos papeles, así que se dijo a sí mismo: “si ese hombre acostado allá soy yo, ¿entonces quién soy yo?” Lentamente, conforme iban pasando los segundos, L comenzó a desvanecerse en la nada absoluta.
Esta implosión le develó lo frágil que era la vida: una tenue circunferencia que en cualquier momento desafía la gravedad y estalla lejos de donde uno la fue trazando con un compás que probablemente ni siquiera era propio. Así de invencible era el destino: una simple broma de su hermano había vuelto a desvanecer sus penas y alegrías conquistadas a fuerza de puños y sonrisas. “Pero bueno, lo que viene conviene”, se prometió y atacó la calle en busca de la personalidad extraviada. Cachó que su cuerpo no giró hacia la derecha cinco minutos y tres cuadras después de haber abandonado su cantón. La Iglesia de San Judas Tadeo había cedido su lugar al metro Guerrero y dos puestos de atoles. Contestó el saludo de la fea pero nalgona Eustolia sin saberla su amante de los domingos. Sopló el champurrado que ella le ofrecía y se introdujo en el andén de la línea B del metro. Ala altura de la estación Tepito, hurgó su mochila y sonrió al imaginar a un hombre rechoncho de tez cacariza ofreciendo su sexo y una copa de whisky a Remedios la bella. Después, al llegar al trasbordo de San Lázaro, L intuyó que pertenecía a la esquina contraria de la ciudad e intentó recuperar los pasos perdidos, pero una mano gruesa cubrió su antebrazo y sus deseos: “No chingues, ¿tan temprano y ya le vas a caer? Mejor vamos a celebrar la revolución al Zócalo”. “Pero de patitas”, aceptó L al intuir en el rostro de Ael recuerdo de lugares y luchas compartidas. “Cámara, cuñado”, confirmó A., quien tomó para sí la chamarra en vivos verdes y rojos que ofrecía las siglas TANL envueltas por un águila que flotaba firme entre el hombro izquierdo y el centro del pecho. Con ellos, un par de palomas abandonó su nido de cemento instalado al lado de una antena parabólica sky. El rumor del viaje iniciado por las aves se disolvió bajo el estruendo de los cohetes que inauguraban los festejos de la tarde.
Don Gastón continuó bebiendo su cerveza, se limpió los labios, se ajustó su sombrero y siguió contándome que, mientras ellos avanzaban hacia el Zócalo, la compañera de L bajaba las escaleras de su hogar en Tlatelolco preguntándose si habría tenido éxito aquella idea ridícula que ayer les había provocado una sonrisa de esperanza. Mafi tenía la cara desencajada y el cuerpo lleno de incertidumbre, además de que el ambiente le olía a fracaso. La mañana le arrojaba un aroma de monotonía que salpicaba sus venas. Pero tal vez la chamarra, los papeles y el globo habían funcionado. Quizás había terminado aquella batalla contra el silencio de la memoria de L. Tal vez, lo gris de las primeras horas del día comenzaría a transformarse en nuevos colores. La respuesta sólo estaba a unos minutos. Pasaban dos taxis cuando Mafi salía de su hogar. Les hizo la parada y uno de ellos se detuvo: el LECZ-0224, un clásico Volkswagen chaparro y cumplidor de esos que se habían hecho famosos durante la depresión del 84. Con sus amplios asientos de tela, el auto daba la impresión de cierta elegancia. Uno podía hundirse en él y sentir en el trasero los resortes que saltaban desde el asiento. Mientras le indicaba al chofer que la llevara al Centro de la ciudad, específicamente a la plancha del Zócalo, Mafi recordaba que L era un fiel aficionado de este tipo de autos. “Mi L”, murmuró con una voz agonizante. Por un momento lo había olvidado.
Le pidió al taxista que diera vuelta en Cuba para llegar a Guatemala y de ahí a la plaza central de la ciudad. La avenida principal estaba cerrada para conmemorar los cien años de la revolución. Su corazón se aceleró al vislumbrar aquella chamarra entre la masa de gente que comenzaba a ocupar su lugar para la celebración, aquella chamarra que ayer había elegido debido a las cuatro siglas que sintetizaban aquellas cosas que ella y L venían construyendo en el tramo más reciente de sus vidas. Todo giraba alrededor de aquella chamarra y aquellas cuatro siglas. La respuesta estaba ahí, en el zócalo y la muchedumbre próximas. Entonces, con voz infartada por el miedo y la esperanza, Mafi gritó: “Ahí, ahí, ahí”. ¡Él estaba frente a ella!... pero también estaban las pancartas, los rostros pintados, los cohetes, las bandas, los listones, los trajes típicos, el sonido de los frenos de un camión y, también, el crujir de los fierros del taxi.
El impacto sonó macizo. Esta vez el mito se revertió y el Vocho sucumbió ante Goliat cual gota de agua que se estampa contra una roca indeleble. En ese instante no tan distante, en esa milésima de segundo, los pensamientos de don I, el viejo taxista, se acumularon en una sola imagen: su esposa dándole la bendición antes de abandonar la pastelería. “Suerte o muerte”, reaccionó Mafi al percatarse de la trayectoria y la velocidad del camión que los impactaría. Alcanzó a aferrarse al cinturón y después logró salir del taxi: sacó de su bolso un billete de a tostón y lo soltó sin recibir el cambio. Caminó justo hacia donde estaba la esperanza, justo hacia donde estaba L.
Mientras tanto, aglomerados por el festejo y sorprendidos por el percance, los curiosos miraban a Mafi sin creer lo que había pasado, pero ella no se inmutó y continuó empujándolos. Aunos metros se encontraba su objetivo. Por fin vio a unos cuantos pasos la silueta anhelada. Pensó que bastaría con mirarlo de frente para que él reconociera su rostro, su cuerpo, sus ojos, su historia. Al verla, L le preguntó: “¿Se encuentra bien?, ¿la puedo ayudar?” Fue entonces que Mafi cayó desvanecida y L se alejó del lugar acompañado por A. Se dirigieron al centro de la plancha, que para ese entonces ya estaba hasta la madre. L. escuchó al pinche presidente gritar sus acostumbradas arengas vacías y falsas, prefirió resumirlas en un “¡Viva México, cabrones!” más sincero y se encaminó con su compadre hacia Allende. Al dar vuelta en República de Cuba soltó una de sus frases favoritas: “¿Hacemos la cope?”.
Como era día de festejo, la Kloster anunciaba carnitas de botana, por lo que el lugar también estaba hasta el tope. El mesero gallego que siempre los atendía en la mesa del rincón, justo al lado de los baños, los reconoció y les avisó que su banda tenía rato esperándolos. Al mirar alrededor y reconocer las caras de A, R, J, A, U, S, R, M, M, A, A, Q, E, A, R, P?, CL, I, EM, T, L, J y R, L recordó aquello que tanto le costaba, pero sin dar el qué, el porqué ni el para qué. La magia y la esencia de la escena le produjeron una sonrisa nítida. Siempre festejando algo, siempre armando la cope y saliendo por la puerta de atrás cuando las cortinas cerraban, su banda celebraba esta vez el nacimiento de Yoltic.
Alas 11:12 de la noche, cuando el gallego les condonó la cuenta, el pequeño empujón que alguien le dio lo sacó de sus cavilaciones. Buscó a su compadre leal pero esta vez otra mano lo encaminó. Se trataba de P, quien había apresurado el paso guardando sus cigarros y un libro de narraciones extraordinarias. Pero L y P no iban solos: se hacían acompañar de personajes reales y ficticios cuya existencia se entrelazaba con ellos. P percibió la gran felicidad que invadía a L, quien finalmente recordaba su nombre de batalla, color favorito, el nombre de la mujer que había amado y lo había abandonado, lugares visitados, amantes desagradables y el significado de las siglas TANL. L incluso recordaba la tonta broma que su hermano le había jugado y, por supuesto, recordaba a Mafi y el experimento que no había surgido el efecto planeado. “¿Dónde estuvo la falla? –se preguntaba–, ¿por qué si todo el tiempo tuve la respuesta en estas siglas no pude recordar quién era?”, movía la cabeza una y otra vez con la mirada vacía y el rostro cansado. Esta vez L estaba decidido a que el sueño no le robaría nuevamente lo construido en su andar, por lo que estaba dispuesto a no dormir hasta estar completamente seguro que el día de mañana, al despertar, el mundo no le desvanecería de nuevo su historia, su vida, su esencia. Sin duda, sus pasos arrastrados y su cabeza inclinada hacia su hombro lo llevaban hacia un futuro más alentador, invencible y certero.
Con la boca aún sedienta, don Gastón dio el último sorbo a su cerveza y me aseguró que la historia no terminaba ahí, pues L había salido de la cantina feliz ya que al fin había encontrado la solución perfecta para siempre ser; es más: había encontrado la manera de siempre ser quien él quisiera. Esa noche, ya en casa, L se dedicó a releer párrafos de diversos libros y a devorar apuntes acumulados en libretas y garabatos en hojas amarillentas por el paso del tiempo. Volvió a disfrutar la laboriosa tarea de síntesis, agradeció a su hermano la broma jugada y comenzó a escribir cientos, distintas, múltiples notas en globos de diferentes colores. Al día siguiente elegiría ser ádo, dádo, ládo, lalo, lala, lalito, lalete, lalón, lalicencia, lalolanda, lalonganiza, lalimosna, lalombriz, lalópez, lalola, lalotería, lalocura, laluciérnaga, laluna o lalujuria…, y caminaría a donde le llevara el corazón.


Historia marxiana
No es que presuma de buena labia ni mucho menos que sea pretencioso vanagloriándome con mis formas de actuar, pero resulta que cierta ocasión deambulaba débil y cansado −recordando a Poe− por las calles defeñas de la Colonia del Mar, ingiriendo alcohol de coco con tehuacán acompañado del Piyo. Era uno de esos días paradójicos en que el destino te tienta con placeres carnales y sólo quedas con el mínimo de tu pasaje. Caminábamos rumbo a Zapotitlan, donde una gran fiesta de la banda de psicología de la FESZaragoza prometía reventar hasta que el cuerpo aguantara. No era que conociera al Piyo de años, sino todo lo contrario: la amistad llevaba tres meses de alcohol, mota, mujeres y una que otra detención. El Piyo estudiaba etnohistoria, era de esa banda que había encontrado en el graffiti la forma de ser trasgresor. Según su verbo, que era bastante creíble, había pintado dos que tres murales en el Estadio Azteca. “El graffiti debe de tener una mensaje colectivo, impactar”, me dijo el Piyo ese día zambulléndose dos tragos de esos que son para morirse de alcohol. Yo que a la de buenas no le saco, bebí de igual forma sintiendo como las tripas chillaban como olla express a punto de explotar. Fue cuando sin que nos diéramos cuenta pasamos por la Universidad Marista. Luego de mirar el letrero, pronto reté al Piyo (que según se dice tiene fama de tener buena mano −sin albur− para pintar en un dos por tres, líneas, tag o bombas) a que agregáramos la x entre la r y la i del letrero de la universidad. Todo fue cuestión de segundos. Después de haber hecho el trabajo caminamos a paso rápido por la avenida Langosta, pero no nos percatamos que unos ojos nos habían sorprendido en la jugada y habían echado una voz a los policías de la escuela, quienes a gritos y corriendo hacia nosotros nos hablaban y nos exigían detenernos. Yasí como la vida nos ha llevado a desconfiar de la selección mexicana, de los partidos políticos y de cualquier religión, la policía no estaba exenta de este hecho, así que al son de vuela pajarito vuela por tu libertad, emprendimos la huida metiéndonos entre las casas de Villas de los Trabajadores. Ahí pudimos encontrar refugió y estuvimos un rato descansando mientras pasaban por mi cabeza cientos de recuerdos de cuando vivía por aquellos rumbos. El Piyo mató la bebida y rascó en lo más profundo de sus bolsillos en busca de unas cuantas monedas para el acomplete de una buena cebada. Nos dirigimos a la tienda que antañamente había abastecido nuestra sed. Llegamos y pedimos una Indio (por ser la única cerveza que vende el señor) y ahí estuvimos cuando de repente un estúpido olor de espíritu adolescente −en homenaje a Kurt Cobain− impregnó el lugar. En ese momento volteé a mi derecha y fue cuando vi a Blanquita, la chica que había originado cientos de pensamientos sucios y obscenos en aquellos uameros que deleitaron sus pupilas con aquel singular cuerpo. Pero no estaba sola, llevaba cargando a su hijo. Todo había cambiado, el mundo ya no sería el mismo, el recuerdo había sucumbido ante la cruel realidad. La moraleja de este relato es que todo lo bueno muere joven; si no es así, se pudre en el olvido.

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